Cuando las sociedades, al igual que los individuos,
contemplan sus heridas, sienten una vergüenza que prefieren
no enfrentar. Pero el olvidar… trae consecuencias
importantes: significa ignorar los traumas, que de no ser
resueltos permanecerán latentes en las generaciones futuras.
Olvidar significa permitir que las voces de los “hundidos
(Levi) se pierdan para siempre; significa rendirse a la historia
de los vencedores”.
Michael J. Lazzara1
El punto de vista de las víctimas:
Uno de los rasgos más notables de los conflictos armados de la era contemporánea ha
sido la irrupción de pleno derecho en los escenarios bélicos de un tercer actor: el
civil, las víctimas. Víctimas hubo ciertamente desde hace siglos, pero sólo
recientemente se han hecho visibles y empezó a crearse con respecto a ellas una
nueva sensibilidad.
En el discurso tradicional de la guerra, las víctimas eran el precio que había que pagar
en las guerras y en las revoluciones. Eran consideradas como los muertos naturales o
inevitables en los conflictos armados y sólo entraban en los balances de pérdidas. En
la historia, los contendientes apenas aparecían de cuerpo entero, y si había normas de
contención era para proteger a estos de los abusos de su contraparte.
Hoy –y por lo menos desde el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial– s e ha
desplazado el eje de las preocupaciones . Al menos en el plano normativo, puede
constatarse una mayor inclinación por las cons ideraciones, reconocimientos y
protección a las víctimas, que por las consideraciones a los actores de la guerra,
por más políticos que s ean los objetivos que estos invoquen. Hoy se piens a más –
o por lo menos más que antes– en los derechos y en las reparaciones a las
poblaciones afectadas. En las narrativas del conflicto contemporáneo resulta ya
ineludible dar cuenta de lo que se ocult aba, a s aber, el punto de vista, la memoria
de las víctimas.
La Masacre de El Salado:
esa guerra no era nuestra
es un diálogo entre contextos,procesos y subjetividades, y un esfuerzo por la individualización de los sujetos
golpeados por la violencia; es la memoria de un escenario sociopolítico y de guerra
específico que integra los relatos y trayectorias personales, sociales y políticas de un
corregimiento enclavado en la región de Montes de María y convertido en escenario
de disputa territorial de todos los actores armados, con las dolorosas consecuencias
sobre la población civil que se narran en este texto.
Masacre y vi olencia masi va contra los ci viles
La masacre es tal vez la modalidad de violencia de más claro y contundente impacto
sobre la población civil. La de El Salado hace parte de la más notoria y sangrienta
escalada de eventos de violencia masiva perpetrados por los paramilitares en
Colombia entre 1999 y el 2001. En ese período y sólo en la región de los Montes de
María ese ciclón de violencia se materializó en 42 masacres, que dejaron 354
víctimas fatales. La concentración temporal y territorial de masacres que se registró
en esta zona era percibida como una marcha triunfal paramilitar, que hizo pensar en
aquel momento en una sólida repartición del país entre un norte contrainsurgente y un
sur guerrillero.
La masacre de El Salado y su derroche de violencia ilustran de forma contundente
una estrategia paramilitar sustentada en el uso y propagación del terror como
instrumento de control sobre el territorio y la población, estrategia que empieza a
configurarse a comienzos de la década de los noventa, en masacres como la de
Trujillo, en el norte del Valle del Cauca2, y tiene su apogeo durante el cambio de
milenio. Tal expansión y cotidianización de las masacres se haría luego más
explicable a la luz de las complicidades de sectores sociales e institucionales, cuyos
entrelazamientos quedaron exhibidos en el proceso de la denominada parapolítica.
El aire omnipotente de los paramilitares reviste en la masacre de El Salado múltiples
expresiones: el considerable despliegue de hombres (450 paramilitares), el
sobrevuelo de helicópteros, la concentración forzosa de pobladores y el prolongado
encierro al que sometieron el corregimiento, elementos todos que conjugados.
permiten explicar por qué pudieron ejecutar sin obstáculo alguno sus atrocidades.
Durante el recorrido sangriento por El Salado y sus alrededores, ocurrido entre el 16
y 21 de febrero de 2000, no sólo arrebataron la vida a 60 personas, sino que montaron
un escenario público de terror tal, que cualquier habitante del poblado era víctima
potencial.
Recordemos, como elemento importante de contexto, que la región de Montes de
María constituyó uno de los grandes enclaves de las movilizaciones campesinas de
los años setenta, cuyos impactos y dinámicas sociales y políticas entraron
rápidamente en los cálculos estratégicos de organizaciones guerrilleras como el
Ejército Popular de Liberación, el Partido Revolucionario de los Trabajadores y
finalmente las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). La guerrilla
intenta cooptar a la población de la región supliendo los vacíos institucionales. A la
larga no fue capaz de actuar ni como protectora ni como proveedora de servicios que
le garantizaran una relación duradera con las comunidades. Lejos de ello, esta
presencia de actores armados insurgentes, en el caso de El Salado, dio lugar en la
etapa reciente del conflicto a la estigmatización de toda la población como
subversiva, lo que sumado a su ubicación geoestratégica en la competencia armada de
las Farc y el paramilitarismo dejó a los pobladores, como en tantas otras zonas del
país, en medio del fuego cruzado.
El estigma, antesala y efecto de la masacre
La circulación de un actor armado en una determinada zona representa una amenaza
para la población en un doble sentido: puede dar lugar, en unos casos, a la militancia
forzada o a medidas restrictivas aplicadas a los pobladores, y, en otros casos, puede
alimentar retaliaciones por parte de otras organizaciones. En tales condiciones, las
comunidades no saben a qué atenerse con los insurgentes, si verlos como protectores
o como provocadores. Pero lo que sí resulta inobjetable es que los intereses del grupo
armado no coinciden necesariamente con los de la población3. En particular, se puede
decir que en El Salado, las Farc tienen objetivos estratégicos que para nada se
alimentan de las preocupaciones cotidianas de los habitantes del corregimiento.
Los cuerpos de la memoria: huellas físicas del estigma
El estigma como marca social, construido en la dinámica del conflicto, da paso en El
Salado a la tortura y el suplicio corporal. A diferencia de otros escenarios de
asesinatos colectivos, lo ocurrido en el Salado va más allá de la pretensión de
eliminar al enemigo. La tortura y masacre son elementos constitutivos de la misma
operación asesina. La mayoría de los crímenes son ejecutados en la plaza pública con
la intención manifiesta de que todos vean, todos escuchen, todos sepan, todos sean en
últimas “castigados” por sus presuntas complicidades… Como se expondrá en detalle
en este informe, los saladeros fueron obligados a presenciar los más aberrantes
dispositivos y tecnologías del dolor, a la espera, la larga y terrorífica espera del turno
propio. La conversión de los sobrevivientes en espectadores es la prolongación de los
vejámenes sufridos por sus parientes, sus vecinos, sus coterráneos. En otras palabras,
el sometimiento y la marca del cuerpo individual es asimismo el sometimiento y la
marca del cuerpo social6.
En la masacre de El Salado se escenifica el encuentro brutal entre el poder absoluto y
la impotencia absoluta. Los ejecutores de la masacre no tuvieron un contendor.
efectivo, legal o ilegal, lo cual les permitió actuar con total libertad, cumpliendo un
programa de terror con los pobladores.
El objetivo de la tortura allí no era extraer información, pues no la necesitaban. Ya
habían declarado guerrillero a todo el pueblo, y este, en la lógica infernal del
victimario, era el culpable de la tortura, de las ejecuciones y de todos los agravios que
sobrevinieran. El sentido de la tortura y el terror estaba asociado más bien, en este
caso, a una exhibición de omnipotencia de los paramilitares, a escarmentar a la
población sobre cualquier eventual colaboración con la insurgencia y a provocar su
conmoción y evacuación masiva.
A diferencia de otras zonas, donde colonizar o repoblar con sus hombres es el
objetivo, los paramilitares aquí pretendían vaciar el territorio. La táctica de tierra
arrasada empleada se inscribe en esta lógica paramilitar que dejó un escenario de
tierra sin hombres, pero también dejó a muchos hombres sin tierra. El desplazamiento
forzoso, o tal vez, dicho de un modo más pertinente en este caso, el destierro, fue uno
de los impactos más impresionantes y duraderos del pánico en la zona, cuya
desolación evocaba durante los meses posteriores a la masacre al mítico Comala de
Juan Rulfo, ese pueblo habitado por muertos y fantasmas.
En las últimas décadas de la violencia en Colombia y bajo el impacto de la acción de
los grupos armados, se ha producido una reconfiguración de la geografía nacional.
No sólo han desaparecido personas, sino poblaciones enteras, que, como ya se indicó,
dejaron de figurar en el mapa. Las secuelas de esta masacre son evidentes: casas
devoradas por la maleza y el abandono; viejas empresas en ruinas; actividades
agrícolas que quedaron en suspenso; organizaciones sociales y comunitarias
aniquiladas; expresiones de la vida cultural silenciadas.
Una masacre de la cual muchos habían sido forzosos espectadores se había quedado
sin testigos. Las cifras del éxodo en El Salado son ilustrativas de los altísimos niveles
del terror diseminado por los paramilitares: de los 4.000 desplazados de El Salado,
sólo han retornado unas 700 personas. El Salado trasluce por doquier un inquietante
sentimiento de pérdida en las víctimas sobrevivientes. Parafraseando a Alejandro
Castillejo, podría afirmarse que las directrices que organizan el mundo de la vida
cotidiana, tanto para aquellos que fueron expulsados de sus tierras como para quienes
regresaron, han sido desarticuladas dramáticamente por la colonización de la guerra7.
Como es de imaginar, los espacios físicos y sociales destruidos conllevan la
destrucción de los anclajes sociales, comunitarios y familiares, de las identidades
sociales y políticas.
A fuerza de repetir hechos como estos de El Salado, de ingeniería del terror, sin que
se generen responsabilidades y consecuencias políticas o judiciales, el país se ha ido
acostumbrando o resignando a formas extremas de barbarie. Frente a estas, la
pasividad y el silencio pueden confundirse con una forma de complicidad con lo
acontecido y ahondar en consecuencia la injusticia frente a una comunidad que
merece y exige del Estado y de la sociedad esfuerzos de reparación y de
movilización, mínimamente correspondientes al tamaño de su tragedia colectiva.
La sociedad, en primer término, debe construir lazos de solidaridad con las víctimas,
pero también desentrañar los mecanismos a través de los cuales se hace el victimario.
Es preciso reconocer que los torturadores y los asesinos no son parte de un mundo
ajeno al nuestro, sino sujetos que hacen parte de nuestros propios órdenes políticos y
culturales. Uno de los más lúcidos narradores de la experiencia de los campos de
concentración, Primo Levi, insistió mucho en que lo inquietante del verdugo era que
podía parecerse a cualquiera de nosotros. Por tanto, la sociedad que produce al
torturador o que permite el despliegue de su voluntad de destrucción tiene que
interrogarse sobre los mecanismos, las prácticas y los discursos que han hecho
posibles e incluso a menudo justificables para algunos los niveles de atrocidad que se
revelan en este informe, si es que de verdad se quieren crear fronteras éticas y
políticas definitivas para un “nunca más”.
Los momentos y dinámicas de la memoria
La memoria se construye desde distintos escenarios y experiencias sociales y
políticas. Poder contar lo sucedido es tanto promover una versión como dotar de
sentido a los hechos ante el público destinatario del relato.
De forma posterior a la masacre de El Salado, en los medios masivos de
comunicación fueron oídas las voces de los victimarios, de las instituciones estatales
y de las víctimas. Pero la presencia de estas últimas fue notablemente menor. La
presencia dominante en el escenario mediático fue la de los paramilitares, que, con un
discurso salvador de la patria frente a la guerrilla, señalaron y estigmatizaron a las
víctimas de El Salado, sin confrontación o interpelación ética o política alguna. Los
medios no fueron para los victimarios una oportunidad para arrepentirse, confesar o
contar las verdades de la guerra. Al contrario, lo fueron para reivindicar los hechos y
continuar la ignominia contra los saladeros.
El proceso de irrupción de la memoria de las víctimas de El Salado en la escena
pública describe una parábola en la que se transita lentamente de la memoria
individual al momento social de la memoria, que apenas comienza a perfilarse. Ante
la asimetría de la situación y el desarraigo, el repliegue o el procesamiento íntimo de
la tragedia fue comprensiblemente el común denominador entre las víctimas.
Al principio no fue la palabra, al principio fue el silencio. Aunque, por supuesto, el
silencio es esencialmente polisémico: puede ser una opción, es decir, una manera de
procesar el duelo; pero el silencio puede ser también, en un contexto como este, una
estrategia de sobrevivencia, a sabiendas de los riesgos que conlleva la palabra. El
silencio puede expresar, adicionalmente, la simple carencia de alguien dispuesto a
escuchar, y en este caso conduce no sólo a sentimientos de soledad profunda, sino
también a pérdidas testimoniales irreparables para el esclarecimiento social y político
de las atrocidades.
Pese a todo lo dicho, el acompañamiento político, técnico y organizativo de ONG, de
iglesias, de la comunidad internacional (MAPP-OEA, ACNUR, PNUD) y de algunas
agencias estatales, las “memorias sueltas”8 están hoy más preparadas para interactuar,
para dialogar y para transformar el alcance y sentido de sus reivindicaciones. Y es
que la dispersión y atomización de los pobladores después de la masacre fue el
primer obstáculo para procesar los hechos como miembros de una comunidad.
La masacre
a) La planeación de la masacre y la organización de los victimarios.19
La masacre de El Salado fue planeada en la finca El Avión, jurisdicción del
municipio de Sabanas de San Ángel en el departamento de Magdalena, por los jefes
paramilitares del Bloque Norte Salvatore Mancuso y Rodrigo Tovar Pupo, alias
“Jorge 40”, así como por John Henao, alias “H2”, delegado de Carlos Castaño,
quienes también lo coordinaron.
El hecho fue perpetrado por 450 paramilitares 20 divididos en tres grupos, el primero
de los cuales incursionó por el municipio de San Pedro hacia los corregimientos
Canutal, Canutalito y zonas rurales del corregimiento Flor de Monte que comunican
con el casco urbano del corregimiento El Salado, comandado por John Jairo Esquivel,
alias “El Tigre”, comandante paramilitar del departamento del Cesar que operaba
bajo el mando de alias “Jorge 40”.
Este grupo fue apoyado por paramilitares de otras agrupaciones de San Onofre y El
Guamo que operaban en los Montes de María como parte del Frente Rito Antonio
Ochoa desde el año 1997, comandados respectivamente por Rodrigo Mercado
Peluffo, alias “Cadena”, y por alias “El Gallo”. Se han reconocido como guías alias
“Abelino” y “El Negro Mosquera”, desertores de las Farc; y Domingo Ezequiel
Salcedo, habitante del corregimiento de Canutalito, el cual fue capturado e
incorporado para señalar a las víctimas a cambio de su vida, y continuó militando
con aquellos hasta el momento de su captura por parte de la fuerza pública en agosto
del año 2.000.
También se identificó como parte del primer grupo al señor Aroldo Meza de la Rosa,
miembro de la familia Meza, integrante de una estructura paramilitar local que
previamente había librado una guerra contra las Farc en los corregimientos de
Canutal y Canutalito en el municipio de Ovejas. De acuerdo con los testimonios de
los paramilitares capturados, y la hipótesis de la Fiscalía General de la Nación, la
persona a quien Carlos Castaño presentó como Manuel Ortiz, comandante del Frente
35 de las Farc, y a quien los paramilitares conocían como “El Viejo Manuel”, podría
ser, en realidad, Aroldo Meza de La Rosa.21
El segundo grupo, bajo el mando de Edgar Córdoba Trujillo, alias “Cinco Siete”,
comandante paramilitar del Magdalena que operaba bajo las órdenes de alias “Jorge
40”, incursionó por el municipio de Zambrano a través de la vía que comunica con el
corregimiento El Salado, guiados por dos de los sobrevivientes de una estructura
paramilitar local denominada Los Méndez, que había librado previamente una guerra
de exterminio con el Frente 37 de las Farc. Luis Teherán y Dilio José Romero fueron
cooptados por las estructuras paramilitares de “Jorge 40” y Salvatore Mancuso para
guiar primero a uno de los grupos, y después convertirse en miembros de la
estructura paramilitar que iba a quedar instalada en la zona.22
El tercer grupo incursionó por la vía que comunica a El Salado con el casco urbano
de El Carmen de Bolívar. Estaba comandado por Luis Francisco Robles, alias
“Amaury”, ex -suboficial de las Fuerzas Especiales del Ejército, quien había sido
reclutado por Carlos Castaño luego de que se fugara de una guarnición militar en
febrero de 1998 cuando estaba siendo juzgado por asesinato. Venía desde Córdoba,
donde se había reclutado a quienes serían los miembros de la nueva estructura
paramilitar que operaría en los Montes de María después de la masacre: Todos del
municipio de Tierralta, de dicho departamento, debían cumplir con el requisito de ser
reservistas del Ejército. Este grupo incorporó como guías a desertores de los frentes
35 y 37 de las Farc, entre los cuales fueron reconocidos alias “El Gordo”, “Nacho
Gómez”, “Jinis Arias”, “Flaco Navarro” y “Yancarlo”,23 este último capturado y
luego incorporado para señalar a las víctimas a cambio de su vida.
Pero la incursión por tres de las cuatro vías que comunican a El Salado con el resto
de los Montes de María, se complementó con el cierre del cerco por la que conduce a
La Sierra, desde la base de operaciones instalada en la finca El 18, ubicada entre el
corregimiento Canutalito en Ovejas y Guaymaral en Córdoba, a la cual se puede
arribar sin cruzar por El Salado. Fue ocupada por una parte del grupo paramilitar
comandado por el “El Tigre”, y allí permaneció “Cadena”.
El comandante de la incursión paramilitar fue John Henao,24 alias “H2”, cuñado de
Carlos Castaño, quien además debía recoger y evacuar el ganado existente en el
territorio bajo la presunción de que había sido robado por la guerrilla.
Las memorias de los victimarios
La memoria de los victimarios está centrada en las interpretaciones más que en los
hechos, los cuales están llenos de silencios y de subterfugios que tienden a
minimizarlos o a presentarlos como eventos aislados. No menos relevantes son las
legitimaciones “perversas” de hechos crueles producidos por el enemigo.
MH analiza estas memorias desde sus exposiciones mediáticas, las versiones libres en
el marco de la Ley de Justicia y Paz, y los testimonios acopiados directamente con
victimarios postulados o no a la Ley de Justicia y Paz que se encuentran recluidos en
la Cárcel Modelo de Barranquilla; bajo la idea de que ponerlas en escena le confiere
no sólo interpelación sino sentido a la memoria de las víctimas, cuya reivindicación
en el vacío impide descifrar la naturaleza y el significado de lo que se reclama. La
interpelación de la memoria de los victimarios en el caso El Salado basa su relevancia
en que ésta es para la memoria de las víctimas una prolongación de la masacre.
a) La memoria de los hechos
El énfasis en los combates
Los paramilitares nunca han nombrado lo sucedido en El Salado como una masacre
sino como un “combate” y luego como una “operación militar”. Ese es el primer paso
del enmascaramiento de los hechos con base en el silencio: Los “pocos” hechos que
se reconocen se inscriben en una táctica de combate. Salvatore Mancuso y “El Tigre”
reconocen el degollamiento como una táctica para matar al enemigo sin ser detectado;
no hacer ruido para no alertar al enemigo. No ven en el degollamiento crueldad sino
eficiencia de combate.
Este silencio es central en la constitución de la memoria porque incluso recurre a las
voces de los enemigos. En sus versiones libres los paramilitares son reiterativos en
presentar como prueba de los combates la interceptación de las comunicaciones a
Martín Caballero, comandante del frente 37 de las Farc, en las cuales reconoce las
bajas en sus filas y la intensidad de aquellos. Es un énfasis en los combates que va
silenciando a la masacre.
139
Las minimizaciones y los hechos “aislados”
El paramilitar que más ha reconocido hechos por fuera de las coordenadas del
combate ha sido “Juancho Dique”, el cual ha hablado de las violaciones, el toque de la
tambora, el uso de bayonetas para rematar a las víctimas, el asesinato de Neivis
Arrieta en el árbol contiguo a la cancha, y el saqueo a las tiendas y las casas; pero a
pesar de ello su reconocimiento de los hechos continúa siendo “restringido”, en tanto
se basa en lo que se ha denominado aquí como minimizaciones que valoran los
hechos como no intencionados y como actos de indisciplina.
“Juancho Dique” dice que el toque de la tambora no fue intencionado, “lo hicieron de
puro ocio”. Las violaciones y los saqueos se convierten en actos de indisciplina que
no se corresponden con las órdenes impartidas a los combatientes. Son individuos
“desviados” que no actúan de acuerdo con los lineamientos de la organización
armada; e insiste en que la violación se castiga con la pena de muerte dentro de las
Autodefensas.
“El Tigre” refuerza la percepción de que se trató de hechos aislados que no son parte
de la estrategia de guerra, indicándole a MH que cuando se presentan torturas o
atrocidades, éstas obedecen más bien a hechos marginales de individuos “locos y
sanguinarios”. También defendió el episodio del toque de la tambora, señalando que
“los pelados no hicieron eso por fiesta, sino que las tocaron”.118
La frase que condensa con más fuerza el énfasis en las minimizaciones fue
pronunciada por “El Tigre” en su versión libre ante Justicia y Paz, cuando afirmó:
“No se hizo nada del otro mundo, fueron muertos normales […]”119; y en el
testimonio acopiado por MH, “El Tigre” indicó que ellos no robaron ganado, que lo
único que hicieron fue “recuperarlo”, pues éste había sido robado por la guerrilla.
Todo lo anterior condensa una “naturalización” o una “normalización” de la violencia
en los discursos de los victimarios, para los cuales parece ser que lo socialmente
aceptable es matar, y que lo condenable es hacerlo con sevicia.
La memoria de los paramilitares “locales”: La reivindicación de la venganza y la
restauración del honor
La memoria interpretativa de los paramilitares locales, en especial de los miembros de
la estructura armada de Los Méndez (Luis Teherán y Dilio José Romero), está centrada en la reivindicación de su “derecho” a la venganza y la restauración de su
“honor”, el cual no opera como un mecanismo para limitar sino para desbordar la
guerra. Tanto los paramilitares locales como las Farc prescindieron del “honor del
guerrero” en el desarrollo de la guerra en el territorio de El Salado. El énfasis en las
mujeres y los familiares no fue causal, los paramilitares locales y las Farc decidieron
conducir su guerra más allá de los hombres combatientes, bajo la idea de que
extenderla a las redes familiares y afectivas produce en el enemigo sentimientos de
culpa e impotencia que minan su moral combativa.
La restauración del honor en el discurso de legitimación de la masacre de El Salado se
reivindica desde el daño infligido por la guerrilla de las Farc a su familia, su ganado y
su tierra. Desde esta perspectiva, la comunidad de El Salado es percibida como la
“familia” de la guerrilla.
Yo empecé a hacer mi ganado, ya me casé, comencé a tener mi familia, y ahora
también, porque como decía el viejo, ahorrar las cosas, y por eso me dolía tanto
haberlas perdido por la guerra, que es una guerra que totalmente me da mucha tristeza,
me da mucho dolor, porque trabajar con el sudor de la frente, así como nosotros
trabajamos tanto, y perderlo con el enemigo, y llevarse todo lo que tenía. Y no me
duele tanto lo que se perdió, sino la familia tan querida que se perdió, que la guerrilla
nos mató, un resentimiento muy grande.
[..] ellos pidieron la plata y hubo lo que hubo, y de pronto las cosas quedaron así, pero
cuando resultaron fue matando la familia, y cuando ya nosotros vimos que nos están
matando la familia y que es la guerrilla la que está matando a la familia, entonces ya
tuvimos que hacer algún acuerdo, nosotros mismos los familiares, aquí no tenemos
nada más que hacer, tenemos que cerrar los ojos y comprar las armas, tenemos que
prepararnos porque ya nos van a recoger nuestra familia, no nos podemos dejar
recoger, dará tristeza de uno dejarse recoger de otro hombre […]
[…] yo digo que sí cobré venganza, porque de todas manera sí fue mucha la familia
muerta […] Le voy a decir una cosa, el día que supe que mataron a Martín Caballero,
bailé solo, oyó, bailé solo, ese día bailé sólo, por qué, porque de todas maneras es un
enemigo, sabe qué decía Martín Caballero, “A Lucho Teherán lo tengo que coger vivo
o muerto, pero lo quiero coger vivo para pelarlo como pelar un animal”. Y cuando
uno sabe que muere un enemigo de ésta categoría, uno se alegra, se llena de
satisfacción, dice uno, se murió el enemigo más grande que yo tenía, el que me quería
pelar como una vaca, oyó […]
Yo me acuerdo de mi hermano que me mataron, ese era un alma de dios, mi hermano
era un tipo trabajador, nunca le gustó nada malo, y esa gente por rabia que me tenían a
mí, en vista de que a mi no me pudieron coger, porque yo soy un hombre atravesado,
yo no digo, yo no niego mis pecados, yo si me tocó pararme en la raya, como le toca a
los hombres, yo si me paré, oyó, yo hubiera quedado contento que me hubieran
matado a mi diez veces y no a mi hermano, oyó, mi hermano era una persona
inocente, matarlo, después me mataron otro hermano, y cuando mataron otros
147
hermanos con los paramilitares, me dio tanta rabia con la guerrilla, se mató el
enemigo, bien, el enemigo muerto, pero usted sabe lo que es, fueron diez pelados los
que mataron, los acontrolaron (sic), después que los mataron, a las hembras le metían
un palo por la cuca, y a toditos los cogieron después y les mocharon la cabeza, eso fue
en la muerte de Nicolás, y después los amontonaron y les prendieron fuego en un
carro. Entonces eso me queda a mí, vea, que se me paran los pelos de la cabeza
cuando yo me acuerdo de eso.128
[Los Méndez] Ellos eran gallos de gallera, ellos eran atravesados, a esa gente la sangre
les dolía, les dolía, esa familia era así […]