11.17.2010

LA VIOLENCIA EN COLOMBIA.

Cuando se habla de "la violencia en Colombia" se corre el riesgo de emplear una fórmula que muchas personas entienden de muy diferentes modos. Unos piensan en los horribles crímenes del narcotráfico, con sus asesinos a sueldo o "sicarios", sus bombas y sus implacables atentados contra jueces, periodistas y políticos honrados. Otros piensan en los grupos paramilitares con las espeluznantes masacres, mutilaciones y torturas de sus víctimas que son casi siempre gente humilde del pueblo, trabajadores, campesinos, estudiantes, sindicalistas. Otros evocan las emboscadas guerrilleras, los atentados contra oleoductos y empresas extranjeras, los ajusticiamientos de "sapos" presuntos o reales y, últimamente, las ejecuciones en masa de personas desarmadas de diversa edad y condición. Otros, en fin, traen a la mente los secuestros, los robos, la delincuencia brutal de las ciudades y los campos, en un país que ostenta las más altas cifras de muertos por causas de violencia en todo el continente americano, con 40.000 víctimas cada año.

Pero sea cual sea la imagen que uno tenga en la mente cuando pronuncia la expresión "violencia en Colombia", quedan siempre en pie estos hechos terribles: en las ciudades y regiones más densamente pobladas del país, la primera causa de muerte es el asesinato o el homicidio y la segunda, el infarto cardíaco. Colombia tiene el récord mundial de secuestros, con un índice de un secuestro cada seis horas. Tiene también el récord mundial, en cifras absolutas, de refugiados internos (desplazados): más que Ruanda o Zaire, Bosnia, Afganistán, Kurdistán y Chechenia. Más del diez por ciento del total de periodistas asesinados en el mundo entero en los últimos cinco años, son colombianos. Colombia tiene el récord continental de asesinatos de maestros y solamente es superada en este flagelo, a nivel mundial, por Argelia. Colombia es el único país en el mundo que ha sufrido en un solo año (1989-1990) el asesinato de tres candidatos a la Presidencia de la República (Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro). Por si esto fuera poco, todos los expertos coinciden en pronosticar que el período pre-electoral 1997-98 será el más violento en toda la historia de Colombia.

Estos datos son, por sí solos, terroríficos. Pero toda su horrenda significación se pone al descubierto cuando se establece que cerca del 70 por ciento de todas las violaciones de los Derechos Humanos que se cometen en el país, son de responsabilidad de agentes del Estado colombiano, militares, policiales y paramilitares.

    (Aquí debo, por fuerza, hacer una precisión. Los representantes de una guerrilla colombiana en Suecia han protestado por la publicación de estas cifras porque, según ellos, lo que estoy afirmando en realidad es que la guerrilla de ellos es responsable del 30 por ciento de las violaciones de Derechos Humanos en Colombia. Su razonamiento es éste: "Si se dice que el 70 por ciento de las violaciones de Derechos Humanos en Colombia son de responsabilidad del estado, el 30 por ciento restante deberá por lógica ser responsabilidad nuestra. Por lo tanto, se nos está calumniando y en consecuencia se le está haciendo el juego a los paramilitares". Así lo han expresado públicamente, por consejo y asesoría de un viejo provocador profesional cuya labor consiste en sembrar odios y recelos entre los colombianos residentes en Suecia, a cambio de un sueldo que le pagan los inversionistas suecos en Colombia.

    Pero la realidad es otra. Si se dice que el 70 por ciento de las violaciones de los Derechos Humanos en Colombia son de responsabilidad del estado colombiano, se dice eso y nada más que eso, repitiendo simplemente lo que dice Amnistía Internacional en su informe de 1996, lo que dicen los juristas colombianos y lo que dijo en su oportunidad el Defensor del Pueblo, doctor Jaime Córdova Triviño. Del 30 por ciento restante nada se ha dicho por ahora. Pero no tengo ningún inconveniente en decir lo que me parece sobre ese punto: el 30 por ciento restante deben repartírselo entre la mafia del narcotráfico, la delincuencia común, los agentes de alguna potencia extranjera y los diversos grupos guerrilleros que operan en el país. Queda claro, entonces, que una de las guerrillas no es responsable por el 30 por ciento sino por menos. Y como no dispongo de cifras confiables al respecto, prefiero no decir nada en ese particular.)

Paralelamente Colombia tiene, igualmente, el récord mundial en cantidad de organizaciones independientes ocupadas en la defensa de los Derechos Humanos. Hay comités regionales y locales, organizaciones de abogados y centros que se especializan en la defensa de determinados grupos de la población, por su identidad étnica o cultural, por su actividad profesional, etc. Se pensaría que todos esos esfuerzos están coordinados a través de una red de solidaridad nacional e internacional que garantiza la más amplia defensa de los Derechos Humanos en Colombia. Pero, por desgracia, éste no es siempre el caso. Con frecuencia se observa una celosa desconfianza mutua entre los distintos grupos de activistas por los Derechos Humanos. La gran diversidad de estos grupos no parece obedecer a la necesidad de extender la solidaridad a todos los sectores de la población civil afectados por la violencia, sino más bien a la urgencia que tiene cada grupo de asegurarse para sí y sus allegados una defensa que los otros grupos no les ofrecen, por exclusión sectaria o por otras razones ideológicas o políticas. En otras palabras, la enorme diversidad y dispersión, la falta de unidad y de coordinación en los trabajos por los Derechos Humanos, no son sino el reflejo de la trágica dispersión, división y fraccionamiento de las fuerzas y corrientes políticas del pueblo colombiano.

A esta dispersión, caracterizada por la desconfianza recíproca, el recelo y la endurecida negativa de unos y otros a asumir tareas conjuntas en bien del pueblo, contribuyen los agentes provocadores del estado, dentro del país y en el exilio. Estos agentes se infiltran en organizaciones de izquierda, siembran la división, la arrogancia sectaria, la política del aislamiento y del desprecio hacia los demás, exacerban la desconfianza mediante calumnias y rumores, manipulan los sentimientos de personas honradas que han sido perseguidas o torturadas y crean un clima de recelos y de odios personales que solamente conviene y trae beneficios a los enemigos del pueblo. Y una vez que han cumplido estos objetivos, salen frescamente de las organizaciones de izquierda donde han actuado, aduciendo "discrepancias ideológicas" y corren a recibir su salario de Judas, que en ocasiones se disfraza de "apoyo a la investigación" pagado por las empresas extranjeras que tienen inversiones en Colombia y que se lucran de la masacre diaria del pueblo colombiano.

Ahora bien, la violencia que se ejerce en Colombia es principalmente una violencia sistemática y generalizada contra la población civil. Se mata individualmente o en masa a estudiantes, trabajadores, campesinos, colonos, indígenas, amas de casa, ancianos y niños. Es una violencia que se aplica con sadismo y con rituales de bestialidad horripilantes. Los niños son degollados en presencia de sus padres. Se arrancan los ojos y los órganos internos a campesinos y obreros. Se despedaza a machete el feto en el vientre de su madre. Se hace todo esto para "castigar" los delitos reales o supuestos del marido, del hermano, del padre o del tío, o para "hacer justicia", porque a uno le han hecho lo mismo en su hermana, su hijo o su madre. Detrás de todos estos horrores no hay una guerra sino muchas guerras superpuestas, muchos odios transmitidos y ejercidos de generación en generación. Los individuos armados y organizados, sea en las fuerzas militares del estado, sea en las guerrillas, sea en los grupos paramilitares o en las organizaciones criminales, ciertamente combaten y tienen sus muertos y sus heridos. Pero esas bajas son una pequeña parte del total de muertos y heridos en el proceso de la violencia colombiana. Como en Ruanda, la enorme mayoría de las víctimas de la violencia en Colombia son gente desarmada y pacífica, son población civil.

(Aquí va otra aclaración. Se me ha dicho que "la población civil no existe". Según esta nueva teoría, todos los colombianos son combatientes en una guerra no declarada. Los defensores de esta posición, digna de Pol Pot, han confundido el concepto discutible de "sociedad civil" con el concepto universalmente reconocido de "población civil", es decir, la parte de la población que no lleva armas, que no participa en enfrentamientos armados, y que desde hace más de dos siglos tiene derechos reconocidos por las normas y códigos de guerra en Occidente. Negar la existencia -y por ende los derechos- de la población civil, significa automáticamente justificar, legalizar, aceptar los crímenes y las masacres cometidas por los paramilitares y por otros grupos armados en contra de campesinos pacíficos, mujeres, niños y ancianos. Significa justificar el genocidio, los crímenes contra la humanidad.)

Al mismo tiempo, al lado de la sociedad ensangrentada, funciona otra Colombia: en importantes regiones del país se trabaja y se vive en una relativa calma, las grandes empresas nacionales y extranjeras recogen enormes ganancias y el movimiento sindical, marcado por la división y por una cierta inercia, parece haberse conformado con los salarios mínimos, la extrema pobreza y la superexplotación de la fuerza de trabajo. La violencia desatada y la paz del conformismo coexisten en la misma nación de mil modos increíbles. Se convive con la muerte y con la fiesta, se trabaja con ahínco y se hace vida social intensa sin dejar de desconfiar de todo el mundo y sin hacerse muchas ilusiones. En cualquier momento puede pasar lo peor, pero se trata de vivir lo mejor posible.


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